26 de diciembre de 2009

Fiesta de la Sagrada Familia


“¿No sabíais que yo debía estar en la Casa de mi Padre?”

La vida de Jesús en una familia humana prolonga el misterio de la encarnación. Dios ha querido asumir y santificar el misterio de la familia, llamada a ser espacio de amor y de libertad, de comunión y de experiencia de Dios. La fiesta de la sagrada familia de Nazaret es una oportunidad para iluminar la vida de nuestras propias familias a la luz de la Palabra de Dios. La familia es un signo de amor en medio de un mundo tantas veces dominado por el odio y la división, pero es también una realidad frágil, inmersa en una sociedad a menudo desorientada en los verdaderos valores y víctima tantas veces de dramas económicos y sociales. La primera lectura y el evangelio hacen referencia sobre todo a la relación de amor y de respeto entre padres e hijos; la segunda lectura, en cambio, es una página de ética cristiana que ilumina la vida de la pareja y el entero mundo de las relaciones familiares.

Evangelio: Lucas 2,41-52

El evangelio nos presenta el conocido episodio de Jesús perdido y hallado en el Templo a la edad de doce años. El relato es una joya de reflexión teológica sobre el misterio de Jesús. Es la primera vez que en el evangelio de Lucas el joven Jesús manifiesta la propia personalidad teológica bajo dos aspectos: su extraordinaria y precoz sabiduría y su relación filial única con el Padre del cielo. En la lectura del texto hay que evitar una interpretación psicológica que ve en el drama narrado, en la preocupación de la Madre y en la respuesta de Jesús una anticipación de la crisis generacional de la familia moderna. No se trata de un relato biográfico, ni de una relato edificante (leyenda), sino de una narración “teológica” centrada sobre la primera palabra que escuchamos de Jesús en el evangelio, una palabra que revela la relación única que él tiene con Dios y su obediencia filial al Padre.

Lucas no se detiene en los detalles narrativos (pérdida del Niño, los tres días de búsqueda, etc.), pues son sólo artificios literarios al servicio del mensaje religioso del texto. El centro de interés de la narración inicia en el v. 46, en donde Jesús aparece “en el Templo, sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles”, según el estilo de “pregunta-respuesta” que era propio en la enseñanza religiosa del judaísmo. Jesús aparece como alguien asiduo e interesado en escuchar las cosas de Dios. En el v. 47 la óptica narrativa cambia. Ahora Jesús no sólo escucha, sino que como maestro expone y responde, “y todos los que le oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas”. Lucas ve en la escena una anticipación del futuro ministerio de Jesús, cuando su enseñanza “con autoridad” causará estupor en la muchedumbre (Lc 4,32).

El diálogo del joven Jesús con María su madre es de un gran espesor teológico. Es necesario evitar una explicación del estupor y de la sucesiva “reprensión” de María desde el punto de vista psicológico. La “incomprensión” de María y José representan la reacción natural de quien se encuentra frente a un hecho que supera las expectativas y la comprensión humana. La fe de María y de José, como la fe de todo creyente auténtico, se ve siempre superada por la realidad insondable del misterio de Dios. No hay que olvidar lo que Jesús afirmará más tarde: “Ninguno conoce quién es el Hijo, sino el Padre” (Lc 10,22). En la reprensión de María (v. 48) se intuye ciertamente la angustia normal de unos padres frente al hijo perdido; pero la respuesta de Jesús (v. 49a: “Y, ¿por qué me buscabais?”) obliga a sus padres (y a los lectores del evangelio) a superar el problema de las relaciones naturales de sangre, para entrar en la lógica del misterio y los caminos de Dios.

La frase central de todo el relato es la pronunciada por Jesús en el v. 49b: “¿No sabíais que yo debía estar en la Casa de mi Padre?” (o según otra posible traducción del texto griego: “¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?”). Es preferible la primera opción que habla de la “Casa de mi Padre”, pues subraya la cercanía entre Jesús y Dios. El templo era, en efecto, el espacio de la presencia de Dios y el lugar en donde se enseñaba la Palabra de Dios. Para Lucas, la sabiduría de Jesús en medio de los doctores y su enseñanza admirable encuentran su fundamento en su origen divino, en su relación filial única con Dios. La escena concluye con la incomprensión de los padres de Jesús (v. 50). La afirmación tiene una función literaria, más que histórica. Es una invitación a la meditación y a la aceptación en la fe del misterio de Jesús de Nazaret que la escena del Templo ha dejado entrever.

A los doce años, que según la ley judía era la edad en que todo joven hebreo adquiere la responsabilidad frente a la Ley y la religión (el momento de la bar-mitzvah, expresión que significa: “hijo del precepto”), Jesús revela su auténtica realidad de Maestro y de Hijo, tomando distancia frente a la realidad limitada y cotidiana de su condición humana. Es la primera revelación que Jesús hace de su persona y de su destino, y el creyente auténtico, como María su madre, aun no comprendiendo todo, “conserva cuidadosamente todas las cosas en su corazón” meditándolas (Lc 2,51, Lc 2,19). María entiende que también para ella comienza el fatigoso camino de la fe. Una fe que le hará descubrir el misterio escondido en aquel joven hijo suyo y que le hará ir perdiendo a su hijo como posesión para recibirlo como don salvador de Dios a los pies de la cruz.

La experiencia de María es la experiencia de cada padre de familia, que debe aceptar en el hijo un proyecto que no le pertenece, el proyecto nuevo y libre de una persona distinta, que no se puede poseer totalmente y a la cual los padres no le podrán imponer un destino establecido previamente. Pero la experiencia de María es sobre todo la experiencia del creyente que sabe encontrar a Jesús “en la Casa del Padre”, es decir, como Sacramento de la sabiduría y de la presencia de Dios entre nosotros. Una experiencia que cada familia está llamada a vivir, convirtiéndose en pequeña “iglesia doméstica”, en donde cada hijo, educado en la fe y en los grandes valores de la solidaridad humana, pueda crecer “en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52), a imagen del adolescente Jesús de Nazaret.

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