11 de febrero de 2010

Domingo VI T.O.


DOMINGO VI DEL


TIEMPO ORDINARIO


Ciclo C




“Maldito el hombre… Bendito el hombre”


La Liturgia de la Palabra de este domingo se abre con una palabra que no suena muy bien al oído y, hasta cierto punto, asusta: “¡Maldito!” Hay personas a quienes el solo hecho de pronunciar esta palabra les parece pecado. Sin embargo, hasta Jesús la usó: “¡Vayan, malditos, al fuego eterno!”. No es Dios quien maldice, es el hombre mismo quien se pone en situación de maldición al no aceptar la Palabra y la gracia bendita y bendecidora de Dios.


Las palabras del libro de Jeremías resultan todavía más “escandalosas” cuando a continuación de la palabra nefasta, añade: “… el hombre que confía en el hombre” ¿Pero cómo puede ser maldito quien confía en el hombre? ¿No es, más bien, malo ser desconfiados? “Maldito quien confía en el hombre y en él pone su fuerza, apartando su corazón del Señor”. ¡Ah! Eso ya es distinto. El sentido del mensaje se puede resumir así: “¡Maldito quien aparta su corazón del Señor!”. Toda confianza, toda esperanza, puesta en las propias fuerzas y cualidades, en las posibilidades o cualidades ajenas, en los bienes materiales, en cualquier cosa creada, en cualquier ideología e incluso creencia supuestamente religiosa que me descentra de Cristo, que hace que mi corazón se aparte de él, es maldita; produce infecundidad, esterilidad; su fruto es una vida infeliz y sin frutos.


Pero la Palabra no se queda lamentándose, sino que más bien pretende destacar lo positivo: “¡Bendito el hombre que confía en el Señor y en él pone su esperanza!”. Este hombre “no dejará de dar frutos”. Este hombre permanecerá vivo y firme cuando lleguen las crisis y dificultades. Poner la esperanza en el Señor no significa no usar los recursos humanos y los medios materiales, significa únicamente no poner en ellos la confianza. Esto es absolutamente así en la vida cristiana; queda resumido en el dicho de Jesús “sin mí no pueden hacer nada”. Y esto es así porque Cristo es único Señor de cielo y tierra. El ha resucitado y tiene el señorío sobre todo.
“Dichosos… Ay de ustedes…”



Las llamadas bienaventuranzas, que el evangelio de hoy nos presenta en la versión de san Lucas, van en esta dirección y sentido. Los pobres, que no pueden poner su confianza en los bienes materiales, son los que van a reinar, ellos son reyes con Cristo y, con él, poseen todo. Los que no cifran su felicidad en los consuelos de este mundo y ponen su gozo en Dios, esos son los que tienen la dicha más segura. Los que se ven sin apoyos humanos, sin “palancas”, incluso perseguidos, esos son los candidatos más firmes al éxito definitivo.


La bendición más grande de quienes ponen su confianza en Dios, por otra parte la más deseada por cualquier ser humano, es la felicidad: “¡Dichosos… dichosos!”, porque la felicidad procede de las relaciones personales satisfactorias, del amor en definitiva, y sólo el amor de Dios es totalmente auténtico, totalmente incondicional, sin término, y por tanto plenamente saciativo. Lo contrario, es decir, el buscar la felicidad en lo que no es Dios, es meterse en un callejón sin salida, en una espiral de espejismo y desengaño, de ilusión y frustración, de pequeños placeres y satisfacciones y grandes sufrimientos y desdichas.


Hay una tentación constante: confiar un poco en Dios y un poco en el hombre, un poco en el Pobre de Nazaret y otro poco en el dinero; pero eso, ya lo dijo Jesús, es “servir a dos señores”, es tener el corazón partido y un corazón así está siempre sangrando, sufre mucho más. Por otra parte, por eso mismo, un corazón dividido no puede durar así mucho tiempo y suele terminar apartándose del Señor, aunque siempre cabe reaccionar a tiempo. El mensaje evangélico de hoy es precisamente un llamado a despertar, a salir del espejismo, o a confirmarte en que sólo poniendo la esperanza en el Señor serás bendito, estarás firmemente arraigado en la tierra de la bendición y de la Vida.
Pbro. Jesús Hermosilla

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