23 de marzo de 2010

Homilia P. Jesús...


SOLEMNIDAD DE LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR
EL MISTERIO DE LOS MISTERIOS



“¿Por qué está lo decisivo en la encarnación? Porque ahora tenemos entre nosotros un hombre que es Dios. Tenemos un hermano, que es Dios” (K. Adam, Cristo nuestro hermano, 116).

Ciertamente la encarnación es el misterio de los misterios. Todo lo demás –la infancia, la vida oculta, la enseñanza nueva, los milagros, incluso la muerte- puede, de algún modo, comprenderse, explicarse, pero el hecho de que Dios se haya hecho hombre es algo inaudito, inimaginable, “escandaloso”. Cambia totalmente la idea de Dios que se puede deducir de la razón y de las demás religiones.

Esta solemnidad es una fiesta de Jesús y de María. A ella se le anuncia el misterio que va a cambiar la historia de la humanidad, en ella se encarna el Verbo eterno de Dios. Antes que revelación pública, el misterio queda escondido en el seno y el corazón de la Madre. Cuando empiece a manifestarse, no el misterio mismo sino sus consecuencias biológicas, comenzará la cruz. Porque el Verbo de Dios se hizo hombre para poder compartir el sufrimiento humano, las consecuencias del pecado y la muerte. Pero la cruz tocó primero la vida de la madre.

Dios siempre ha sido Dios-con-nosotros. Desde que creó a los primeros seres humanos, Dios ha estado cerca de la humanidad. También después que Adán pecó. Siempre ha sido Dios-con-nosotros. Una vez encarnado es Dios-uno-de-nosotros. Dios en un hombre. Cristo Jesús es Dios y hombre, divino y humano. En Cristo, Dios se ha hecho criatura, se ha rebajado, se ha puesto a nuestro nivel, para que nadie tenga miedo de acercársele. La encarnación manifiesta la omnipotencia de Dios, su sublime sabiduría y, sobre todo, su amor personal ilimitado e incondicional. Por eso es un misterio cuya esencia nos es imposible conocer; pero sí lo podemos contemplar y saciarnos de sus frutos de salvación.

El ser humano, desde sus orígenes, no quiso perseverar en la voluntad de Dios. Desde entonces, la historia de la humanidad, incluso la historia del pueblo elegido, es la historia de la lucha de los hombres por empeñarse en hacer su propia voluntad. Al tomar nuestra carne, nuestra naturaleza humana, el Hijo eterno de Dios, una voluntad humana se ha sometido plenamente a la voluntad divina. Cuando entró en este mundo dijo: “Aquí estoy, Dios mío, para hacer tu voluntad … Y en virtud de esa voluntad todo quedamos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecho de una vez por todas” (carta a los Hebreos 10). La obediencia eterna del Hijo al Padre, la va a vivir en la condición humana, que es lo mismo que decir mediante el sufrimiento (“aprendió sufriendo a obedecer” dice en otro lugar la carta a los Hebreos).

Esta obediencia humana del Hijo va precedida de la obediencia de la madre, si bien es la obediencia eterna del Verbo la que hace posible el sí de su madre terrena. Aquel “yo soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, que María responde al mensajero divino, es ya obra del Espíritu como la encarnación misma. María pronuncia el “hágase”, pero es Dios, mediante la potencia creadora de su Espíritu, quien suscita aquella respuesta y realiza la encarnación. La encarnación es la más grande creación. No hay comparación entre la belleza y grandiosidad de ese nuevo ser que empieza a existir en María y todas las maravillas del universo con que nos asombran a diario los investigadores del cosmos.

El Verbo de Dios encarnado se fue gestando en María, nació, creció, desarrolló una “personalidad” humana madura, murió, resucitó, fue glorificado. El hombre Cristo Jesús vive ahora como el mediador que hace posible nuestra progresiva divinización: él se hizo hombre para que el hombre se haga Dios por participación. Este milagro se va realizando en la medida que, como El y su madre, decimos sí a la voluntad de Dios.

Pbro. Jesús Hermosilla

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