27 de marzo de 2010

Notas Exegéticas


Notas Exegéticas
Domingo de Ramos
Ciclo C


La primera lectura (Is 50,4-7) está tomada del tercero de los cuatro cánticos del misterioso "siervo del Señor" del Deutero Isaías (cf. Is 42,1-4; 49,1-7; 50,4-9; 52,13-53,12). A la pregunta del etíope a Felipe, en el camino que baja de Jerusalén a Gaza, en Hch 8,34: "¿de quién dice esto el profeta, de sí mismo o de otro?", se han dado varias respuestas.

Algunos autores piensan que el siervo designa al pueblo de Israel o a una parte fiel del mismo como siervo de Dios; otros lo identifican con Jeremías sufriente, con el rey persa Ciro (cf Is 45,1), o con el mismo profeta; no faltan quienes vean en estos cánticos diversos siervos (Israel, el resto fiel, el profeta, etc.). En las primeras comunidades cristianas los cánticos del Siervo se aplicaron a Jesús (cf. Mt 8,17; 12,18-21; Lc 22,37; Hch 8,32-33) y algunos de sus rasgos aparecen en el bautismo y la transfiguración del Señor. Pero también se utilizó la figura del siervo para hablar de Israel (Lc 1,54) o de los discípulos de Jesús (Mt 5,14.16.39; Hch 14,37; 26,17-18).

La figura del Siervo es un esbozo anticipado de Jesús-Mesías quien, como profeta, no sólo anuncia la palabra a quien está abatido (Is 50,4), sino que es la misma Palabra divina en medio de los hombres. El siervo no es sólo el hombre de la palabra sino el hombre del dolor. Uno de sus rasgos más típicos es el sufrimiento: le golpean la espalda como a un necio, a él, el sabio por excelencia, portavoz de la palabra; lo rodean de desprecios (insultos, salivazos, le tiran la barba). Pero él no se resiste sino que enfrenta conscientemente el dolor, confiado en el auxilio y la protección de Dios, con la seguridad que no será defraudado. El sufrimiento adquiere en él un nuevo significado en relación al pensamiento tradicional: es la consecuencia de su ministerio y, paradójicamente, la prueba no del rechazo sino de la elección divina.

La segunda lectura (Fil 2,6-11) es un himno poético probablemente de origen litúrgico. Aunque son posibles otros análisis, parece preferible dividirlo básicamente en dos estrofas: (I) 2,6-8: humillación de Cristo y (II) 2,9-11: exaltación de Cristo. El himno es una especie de relato teológico del misterio de Jesús el Cristo, desde toda la eternidad hasta la exaltación gloriosa de la Pascua.

Todo inicia con la decisión eterna del Hijo, de despojarse o vaciarse de sí. Es la condición del amor. Sólo quien se vacía de sí, puede entrar en el mundo del otro y acoger y amar al otro. Cristo, siendo Dios, no ha permanecido autocentrado en sí mismo. Precisamente porque desde siempre Èl es Dios, se revela como donación, apertura, salida de sí mismo en el amor. El Hijo participa de la voluntad del Padre, que es siempre voluntad de participación, de comunión, de éxodo de amor.

Cristo se vacía (kenóo) de sí mismo, voluntariamente, en un movimiento de amor que tiene como destinatario la creatura humana, la humanidad. El despojo de Cristo se explica con tres frases: tomó la condición de esclavos, llegó a ser semejante a los hombres y aparece en su porte como hombre. Su vaciamiento se explica, paradójicamente, a través de la existencia que asume, llegando a ser lo que no era. Cristo entra en la historia sin derechos, sin ventajas, ni privilegios.

Este despojo o kénosis es despojo por amor, renuncia a sí mismo para darse totalmente, para hacerse uno con los hombres y entre los hombres. Vive como ser humano, al servicio de todos, sin buscar ser servido sino sirviendo y entregándose a todos por amor. Como hombre Cristo vive obediente, plenamente creyente, disponible y pequeño ante Dios, hasta asumir incluso la muerte y una muerte de cruz, la muerte más infamante y vergonzosa de todos. De este modo el movimiento de abajamiento del Hijo de Dios llega hasta el punto más lejano de Dios, de tal modo que todo hombre pueda ser alcanzado y salvado por el amor de Dios en Cristo.

La segunda estrofa del himno pone de manifiesto que la exaltación es la respuesta de Dios a la historia de Jesús, que vivió siempre en favor de los demás, sobre todo de los más pobres. "Por eso Dios lo exaltó" (2,9), como respuesta a la humillación libremente aceptada por Cristo por amor, obediente hasta el final. Dios exalta a su Cristo (cf. Jn 3,14; 8,28; 12,32; Hch 2,33; 5,31) a través de la acción simbólica de la concesión de un nombre, no de un nombre personal (Jesús) que ya poseía en su vida terrena, sino de un "título" que expresa la nueva condición de Cristo glorificado por encima de todos los seres. La concesión de ese título no se realiza en la intimidad de Dios sino en público y tiene como objetivo que Jesús sea reconocido como el Señor, el Kyrios, que expresa su gloria y su soberanía divina. La obediencia del Mesías Jesús, vivida con absoluta libertad, es el camino del hombre nuevo.

LA MUERTE DE JESÚS EN EL EVANGELIO DE LUCAS

(Lc 23,44-49)

Nos limitamos a ofrecer algunos comentarios sobre la parte central del relato de la pasión y muerte del Señor en el evangelio de Lucas que se lee el domingo de ramos de este año. En estos pocos versículos encontramos, en forma densa y dramática, las grandes líneas de la cristología de Lucas y aspectos muy ricos de espiritualidad para la contemplación y predicación del misterio de la muerte del Señor.

1. La oscuridad

Lucas describe la muerte de Jesús en un ambiente de “tinieblas”, que “cubren la tierra hasta las tres de la tarde” (v. 44). Son el símbolo de la muerte y del mal. Lo que Lucas ha llamado durante el prendimiento de Jesús en el huerto “el poder de las tinieblas” (Lc 22,53). La crucifixión de Jesús, llevada a cabo por obra de los jefes judíos, es el signo de su maldad. En el Antiguo Testamento la intervención definitiva de Dios que juzga a su pueblo es llamado “el día del Señor”, y es acompañada de la oscuridad de la tierra en pleno día: “Aquel día, oráculo del Señor, haré que el sol se oculte a mediodía, y en pleno día cubriré la tierra de oscuridad” (Am 8,9). Lucas, en efecto, habla de un eclipse solar (utiliza el verbo griego ekleipô). La muerte de Jesús manifiesta la maldad de aquellos que han condenado al Inocente, y la maldad de todos aquellos que continúan condenándolo a lo largo de la historia. Las tinieblas que “cubren la tierra”, describen la dimensión cósmica de aquella muerte, máxima expresión de la maldad humana (Lc 1,79; 11,35; 22,53).

2. La ruptura del velo del Templo

En los otros sinópticos la alusión a la cortina del santuario es colocada después de la muerte de Jesús; en Lucas, en cambio, la precede. Este velo seguramente alude a la cortina que separaba el lugar más santo del Templo de Jerusalén del atrio exterior. Lucas habla no de destrucción, sino de “ruptura”. La escena, por tanto, constituye un signo de la apertura de la presencia de Dios a la comunidad cristiana, que después de la resurrección de Jesús continua frecuentando el santuario de Jerusalén (Lc 24,50-53; Hch 2,46, 3,1-10), aunque poco a poco se irá alejando de él. La idea, sin embargo, es válida. La presencia divina que Israel ha reconocido y ha encontrado en el Templo, ahora adquiere perspectivas universales. Se ofrece como un don a todos los pueblos de la tierra: “el velo del Templo se rasgó por la mitad”.

3. La oración de Jesús

Jesús se dirige al Padre para pedir el perdón de sus verdugos: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Jesús es el Mesías que revela el rostro del Padre misericordioso (Lc 15), que ama a los enemigos (Lc 6,28.35) y que perdona a los pecadores (Lc 5,20; 7,47) y a los hombres que actúan por ignorancia (Hch 3,15; 13,27). El ha sido enviado por Dios, según Lucas, con la concreta misión de perdonar los pecados del pueblo (Lc 1,77). La cruz, por tanto, no significa el juicio de Dios sobre Israel, ni su exclusión de la salvación, sino más bien la inauguración de un tiempo nuevo de misericordia y de perdón.

En el evangelio de Lucas no escuchamos la dramática oración de Jesús abandonado (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, Mc 15,34), sino unas palabras llenas de gran confianza: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Estas palabras están tomadas del Sal 30,6 y expresan la infinita confianza de Jesús en un Dios que está realizando en él su proyecto de salvación. En el salmo 30 no aparece la palabra “Padre”, la cual es típica de la oración de Jesús en el evangelio de Lucas. Siempre que Jesús ora en el tercer evangelio llama “Padre” a Dios (10,21; 11,2; 22,42). Jesús no experimenta a Dios como adversario o como ausente, sino como padre. La crucifixión de Jesús no termina, como en Marcos, de una forma trágica, sino en el abandono lleno de confianza y en la plena aceptación de los planes de salvación divina que se están realizando precisamente a través de su muerte. Jesús “entrega su espíritu” al Padre, es decir, el “soplo” divino que representa la vida humana, del que habla la Biblia en el momento de la creación o del nacimiento (Gen 35,18; Sir 38,23). La muerte de Jesús no es, por tanto, un evento absurdo, angustioso y terrible, sino el momento en que él reconfirma el abandono confiado de su existencia en las manos del Padre.

3. Las palabras del centurión

La primera reacción humana delante de la muerte de Jesús es la del centurión romano que “da gloria a Dios”, diciendo: “Verdaderamente este hombre era justo” (v. 47). La expresión “dar gloria a Dios” es típica de Lucas y a menudo la utiliza en contextos de milagros: la pone en boca del paralítico curado (Lc 5,25) y de la muchedumbre (Lc 5,26), de la gente que ha asistido a la resurrección del hijo de la viuda de Naím (Lc 7,16), de la mujer encorvada (Lc 13,13), del leproso samaritano agradecido por su curación (Lc 17,15), del ciego de Jericó (Lc 18,43). Por tanto, el reconocimiento del centurión adquiere el valor de un verdadero y propio milagro: un pagano reconoce la presencia de Dios en la imagen increíble de un hombre crucificado. Este centurión representa a cada creyente que a través de su fe, como por obra de un milagro, proclama la presencia y la salvación divinas en Jesús Crucificado.

Al inicio del evangelio, en ocasión del nacimiento de Jesús, son los pastores quienes glorifican a Dios (Lc 2,20); al final, en el momento de su muerte, es un centurión romano. Los primeros representan a los pobres y excluidos; el segundo, a los paganos y alejados. Con la imagen del centurión se acentúa la dimensión universalista del evangelio de Lucas: todos los hombres son llamados a reconocer la presencia de Dios que no se manifiesta ya en los signos convencionales de la religión, como el Templo o la Ley, sino en el desconcertante signo de la cruz. El centurión lo proclama “justo”. Jesús es, en efecto, el “justo sufriente” esperado en la tradición bíblica, que muriendo en la cruz obedece al proyecto misterioso de Dios para la salvación de los hombres.

4. La gente y las mujeres

Lucas habla de un grupo de personas que habían acudido a ver la crucifixión (v. 48a). El verbo griego utilizado es theôreô, que significa “observar atentamente”. Probablemente se quiere decir que esta gente estaba conmovida comprendiendo con profundidad el acontecimiento, lo cual provocó que se volvieran a la ciudad “golpeándose el pecho” (v. 48b), un signo que no sólo indica luto o dolor, sino arrepentimiento verdadero. En el evangelio de Lucas la gente se da cuenta del error que han cometido pidiendo la condena a muerte de Jesús. El tema del arrepentimiento es, en efecto, muy querido al evangelista. Recordemos a la pecadora perdonada (Lc 7,36-50), las parábolas de la misericordia (Lc 15); la figura del publicano al fondo del Templo (Lc 18,9-14), el diálogo de Jesús en la cruz con el ladrón crucificado a su lado, ofreciéndole el paraíso (Lc 23,39-43). Al final se habla de “los conocidos” de Jesús y de “las mujeres” (v. 49). Este grupo, que quizás incluye también a los discípulos, los cuales en el evangelio de Lucas nunca abandonan al Maestro, aparece “viendo” lo ocurrido, adquiriendo así un papel de testigos de la muerte de Jesús. Para Lucas, la cruz de Jesús revela en profundidad la salvación de Dios, y su contemplación debe llegar al arrepentimiento y al nuevo conocimiento de la fe.

Conclusión


La cruz, que parece desmentir la condición mesiánica de Jesús, en realidad se transforma en instrumento para descubrir el modo nuevo en que Dios se manifiesta a los hombres. Serenidad, confianza, intimidad, confidencia, son los sentimientos que acompañan a Jesús en el momento de la muerte. Precisamente, a causa de esta actitud, el centurión pagano y la gente, reconocen en el Crucificado la plena y definitiva manifestación salvadora de Dios a la humanidad.
Mons. Silvio José Báez

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