8 de mayo de 2010

Homilia del Padre Jesús.


DOMINGO VI DE PASCUA
Ciclo C

Haremos en él nuestra morada”

Jesús se va pero se queda. Al final del evangelio de hoy nos dice que nos alegremos de que se vaya al Padre; una vez en el Padre, plenamente glorificado, puede estar con nosotros en cualquier lugar y momento. A lo largo del tiempo de pascua vamos contemplando los diversos modos de su presencia. Hoy nos habla de una presencia especial que se llama “la inhabitación de la Santísima Trinidad”: se trata de una presencia personal del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en el interior de cada bautizado que vive en gracia, una presencia nueva en aquellos que le aman y cumplen su palabra. Alguien dijo: “nunca me encuentro menos sólo que cuando estoy solo”; en la soledad del silencio orante el cristiano toma mejor conciencia de esa presencia divina, se sabe habitado por Dios y en comunión íntima con cada una de las personas divinas; a veces uno puede estar rodeado de mucha gente, incluso sumergido en amena conversación y, en el fondo del corazón, sentirse solo, porque la soledad no es ausencia de acompañamiento físico sino ausencia de amor. Ningún amor más intenso y verdadero que el de Dios. Ninguna presencia más grata y gratificante que la de Dios en el corazón. Ahora bien, de nuestra fe depende la mayor o menor conciencia de esta presencia y, consecuentemente, las repercusiones psicológicas agradables de la misma. Con muy poca fe, aunque Dios me habite, ni lo siento ni me doy cuenta de que va conmigo… ¡podría sentirme más acompañado por el ruido de la tv o un gatito! ¡Eso pasa y es realmente trágico!

“El Consolador les enseñará todas las cosas”

Otra promesa que nos hizo el Señor, aquella noche después de la Cena, fue enviarnos el Espíritu Santo, al que llama Consolador o Abogado (Parakletós, en griego). No olvidemos que el gran don del Resucitado es el Espíritu santo; a medida que nos vamos acercando a Pentecostés, tomemos conciencia de esta realidad y avivemos el deseo de una efusión más intensa del Espíritu. La misión que Jesús designa al Espíritu es enseñar y recordarnos su palabra. Lo vemos en los apóstoles: habían pasado tres años con Jesús y apenas recordaban lo que El les había predicado ni lo habían entendido; cuando recibieron el Espíritu Santo, todo cambió, su mente se iluminó, recordaron y comprendieron. Esa enseñanza espiritual e interior del Consolador no está reñida con la lectura y el estudio, todo lo contrario, también el Espíritu quiere que leamos y estudiemos la Palabra, pero es Él quien nos da su verdadera inteligencia, hace que arraigue fuertemente en el corazón y sea puesta en práctica. Por otra parte, al llamarle Consolador o Abogado, nos indica que el Espíritu Santo nos consuela e intercede por nosotros (Pablo dirá que “ora en nosotros con gemidos inefables”).

“La paz les dejo, mi paz les doy, no se la doy como la da el mundo”

Finalmente, otro regalo que Jesús deja a sus discípulos y ahora, resucitado, a nosotros, es la paz, su paz. No es una paz cualquiera sino su paz. El Señor distingue su paz de la paz del mundo; la paz como la da el mundo puede ser la paz basada en el miedo: en un barrio violento hay paz gracias a una fuerte presencia policial, pero es una paz aparente. Entre dos familias enemigas puede haber cierta paz: parece que se respetan, pero no se aman y en el corazón de sus miembros hay rencor. La paz del mundo es muy superficial y, consecuentemente, frágil e inestable y, además, deja insatisfechas a las personas, porque su corazón permanece agitado y tenso. Algunos ofrecen técnicas para alcanzar la paz y armonía interior, pero tampoco esa paz llega muy lejos. Uno puede estar más o menos en paz con los demás, incluso tener cierta paz consigo mismo, pero si no está en paz con Dios tampoco tiene auténtica paz. La paz de Jesús es la paz de saberse amado y perdonado (la paz más profunda es la de estar reconciliado con Dios, con uno mismo y con los demás), la paz que da saberse en las manos de Dios y que nada malo nos puede pasar. Un don tan precioso es un tesoro que no podemos dejarnos arrebatar. Jesús mismo nos advierte: “no pierdan la paz ni se acobarden”.
Pbro. Jesús Hermosilla

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