7 de julio de 2010

Homilia P. Jesús Hermosilla

DOMINGO XV DEL
Tiempo Ordinario
"Ciclo C"
Maestro ¿qué debo hacer
para conseguir la vida eterna?


Para muchos de nuestros contemporáneos esta pregunta apenas si tiene sentido y suscita, en el mejor de los casos, una sonrisa burlona. Por varias razones; la primera, porque cada quien se cree plenamente capacitado para decidir por sí mismo lo que debe hacer, denotaría inmadurez, falta de autonomía, preguntarle a otro (“nadie tiene derecho a decirme a mí lo que tengo que hacer”); la segunda, por lo de “la vida eterna”, porque el futuro no tiene excesivo interés, lo importante es vivir “a tope” (“full”) el presente, y porque la expresión “vida eterna” suena a “músicas celestiales”, a algo irreal, creencias o evasiones propias del pasado.

Ahora bien, eso es en lo superficial, pues en el fondo, por mucho que se quiera tapar, siempre hay un algo, un deseo de plenitud, de felicidad total, de vida nueva, que todos llevamos y que, o se le da respuesta, o se vive con el síndrome del sin-sentido, fácil de descubrir mirando a la cara de tanta gente, por ejemplo de la que viaja en el metro u otros transportes públicos, expresado en un rostro entre serio, triste, escéptico y amargado.

Escucha la voz del Señor. Mis mandamientos están muy a tu alcance, en tu corazón
La respuesta de Jesús a la pregunta del letrado remite a la ley, concretamente a la ley de Dios, es decir, a las palabras de Dios, que Moisés había recibido para el pueblo en el Sinaí, y que aquel doctor conocía perfectamente. Para saber qué hacer en la vida, hay escuchar al Dios que ha hablado, al Dios que habla. Benedicto XVI les decía a los jóvenes en Sulmona (Italia) el domingo pasado: “es importante aprender a vivir momentos de silencio interior en el día a día para ser capaces de escuchar la voz del Señor” (Benedicto XVI a los jóvenes en Sulmona, 04-07-10). Dios habla a través de la Biblia, habla en lo profundo del corazón (“todos mis mandamientos están a tu alcance, en tu boca y en tu corazón”), habla a través de la vida cotidiana, de los acontecimientos y las personas que nos encontramos. El sacerdote y el levita de la parábola del “buen samaritano” no vieron o no quisieron ver que Dios les gritaba en aquel hombre tendido en tierra.

Amarás al Señor y a tu prójimo. Anda y haz tú lo mismo

El doctor de la ley sabía que, para conseguir la vida eterna, Dios no nos ha mandado otra cosa más que amar: amarle a Él y amar al prójimo. Así se alcanza la vida eterna, así se logra la felicidad, así se sacia el deseo de plenitud personal. Pero aquí ya no sabe uno cómo hablar: si hablamos de amor se puede pensar en cualquier cosa, si hablamos de caridad corremos el riesgo de reduccionismo (hacer una obra buena, dar una limosna). Con todo, el evangelio lo expresa muy bien: primero amar a Dios “con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser”. Hoy hay que insistir en este primer mandamiento, pues es el más olvidado y porque es el primero y raíz del segundo. Se trata de amar a Dios en totalidad: en intensidad y con todas las capacidades. Sólo Dios mismo, mediante nuestra vida en Cristo Jesús, nos hace capaces de caminar por la senda de este amor. Si no se recorre este camino, tampoco se puede recorrer el del amor al prójimo como a uno mismo. Nadie da lo que no tiene. Si no tengo el amor de Dios en mi corazón ¿qué voy a dar al prójimo? ¿qué será lo que llamo amor? ¿no me buscaré a mí mismo en lo que me parece gratuidad?

Pero el amor a Dios se verifica, es verdad, en el amor al prójimo. Podríamos equivocarnos pensando que amamos mucho a Dios, tal vez “amándole” a nuestro modo; a Dios se le ama como El quiere ser amado. El amor a Dios se expresa de muchos modos y uno privilegiado es haciéndose próximo del otro. No hay que oponer (¿la asistencia a misa o la visita al hospital? ¿la media hora de lectura de la Palabra o la clase gratuita al niño de la vecina? -esto sí que son disquisiciones-) sino unificar y clarificar con lucidez lo prioritario en cada circunstancia y momento. El modelo más claro del amor auténtico a Dios y al prójimo es el mismo Jesús. Él es el buen samaritano que, haciendo en todo la voluntad del Padre para mostrarle su amor, se ha hecho nuestro compañero de camino. Sigue recorriendo las sendas de la vida y abajándose hacia cada hombre caído para levantarlo y curarlo con “el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” (prefacio). Déjate encontrar por él, déjate sanar por él, déjate cargar por él, déjate llevar a su casa (iglesia), deja que Él lo pague todo (no seas autosuficiente)… y después “anda y haz tú lo mismo”.

Padre Jesús Hermosilla

No hay comentarios:

Publicar un comentario