2 de octubre de 2010

Homilia P. Jesús Hermosilla G.

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO
CICLO C


Situaciones que nos ponen en crisis. Las preguntas a Dios

“Ante mí no hay más que asaltos y violencias, surgen rebeliones y desórdenes”; con estas palabras describía el profeta Habacuc la realidad social que veía a su alrededor. No muy diferente de la nuestra. Como era hombre de fe, se dirige a Dios, al Dios que sabe justo, quejándose y preguntándole “¿por qué me dejas ver la injusticia y te quedas mirando la opresión?”. Dios parece no hacer nada. “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches y denunciaré a gritos la violencia que reina sin que vengas a salvarme?”. Dios parece callar (lo que algunos han llamado “el silencio de Dios”). También Dios calló cuando su Hijo le gritó desde la cruz “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Sin embargo, Dios habla desde el silencio o, mejor, Dios escucha. Me viene a la mente la imagen del padre que camina con su hijo de la mano, el niño ha sufrido alguna contrariedad o le ha sido negado algún capricho, y airado le reclama a su papá “¿por qué? ¿por qué?”, mientras el papá calla y sigue hacia adelante.

Son muchas las situaciones que nos ponen en crisis, que ponen en duda nuestra fe y nuestras convicciones religiosas. A veces son situaciones sociales o eclesiales. Aunque estas, desgraciadamente, parece que cada vez nos preocupan menos, nos vamos acostumbrando, resignados, como si las cosas tuvieran que ser así. Tal vez ya ni le reclamamos a Dios, así nos evitamos el trabajo de revisarnos a nosotros mismos. A veces son situaciones personales: enfermedades, rupturas matrimoniales, muerte de alguien cercano, reveses económicos…, las que ponen en crisis nuestra fe y nos llevan a protestarle a Dios y pedirle explicaciones. Dios, como ese padre que sabe que sobran las palabras, porque no nos van a convencer, nos acompaña, va a nuestro lado, nos tiende la mano para que sigamos avanzando. Algunos, impacientados, prefieren soltarse y, decepcionados, caminar a su aire. Las quejas y el silencio de Dios pueden crear en nosotros una actitud de rebeldía frente a Él, que puede terminar en rechazo, rechazo de “mi” dios. O, sin rebeldía, pero sin aceptación, y viene la amargura.

El justo vivirá por su fidelidad. ¡Señor, auméntanos la fe!

El profeta recibe, por fin, la respuesta de Dios, una respuesta, sin embargo, enigmática, una visión que se ha de cumplir sin falta, pero a largo tiempo, hay que esperar, tener paciencia: “el malvado sucumbirá sin remedio; el justo, en cambio, vivirá por su fe”. Dios le responde al profeta que se fíe, que viva en fe, convencido de que Dios sabe lo que hace, que Dios sabe más. También nosotros –así debería ser- ante esas situaciones difíciles, dolorosas, desesperantes, podemos responder con fe, confianza, abandono, y viene la humildad, la aceptación, la paz.

Es verdad que la fe puede ser muy débil, muy pequeña, más pequeña todavía que un grano de mostaza. Por eso necesitamos, como los apóstoles, decirle a Jesús: “Señor, auméntanos la fe”. La fe es como una semilla que está hecha para crecer. Al niño le perdonamos la rabieta, que se bata y patalee, y hasta que nos tire la chancleta… porque es niño. Pero ¡cuántos adultos –en edad que no en vida espiritual- reaccionamos así con Dios, como niños enfadados, porque parece no hacer nada y hasta calla, silencio que interpretamos como olvido y desatención. Como los apóstoles, entonces hay que pedir fe, crecimiento en la fe. Y tener paciencia, esperar. “Si se tarda espéralo, pues llegará sin falta”. La fe da paciencia para esperar y la espera paciente fortalece la fe.

Si tuvieran fe como un granito de mostaza...

Jesús aprovecha la petición de los apóstoles para mostrar el poder de la fe: “si tuvieran fe, podrían decir a ese árbol “plántate en el mar” y les obedecería”. La fe es capaz de hacer que desaparezcan los muros que se nos ponen delante o, al menos, encontrar el modo de esquivarlos o saltarlos. Tantos problemas que parecen insolubles, tantas situaciones que nos desesperan, tantas contrariedades que nos dejan en obscuridad y da la impresión de que ya nada tiene sentido, que se nos escapa la felicidad… quedarían reducidos a poquita cosa con un poco de fe que tuviéramos. ¡Pero no basta cualquier fe! Fe es fiarse de Dios, de su palabra, no un sentimiento o confianza ciega en que Dios va a terminar por hacer lo que yo quiero. Nuestra fe cristiana es fe en un crucificado que, después, resucitó, no en uno que, como tenía tanta fe, Dios lo bajó de la cruz. La fe adulta no vuelve a plantar los árboles que Dios, tal vez a través de las circunstancias de la vida, ha arrancado, sino que los lanza bien lejos. La fe adulta cree posible que arraiguen de nuevo las matas que nuestros pecados han arrancado, incluso estando ya secas.

Sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer

Un síntoma de fe adulta, fuerte, es la humildad. La humildad en el servicio. La humildad en hacer lo que debo hacer sin creerme un héroe. O visto al revés: la confianza en ser capaz de hacer lo correcto. La persona de fe ve fácil lo que al que tiene poca fe o no la tiene le parece difícil o imposible. Estamos tan acostumbrados a la mentira, al fraude, al desenfreno, a la flojera… que cualquiera que actúa correctamente nos parece un héroe. Estamos tan acostumbrados a los divorcios, separaciones, adulterios, fornicaciones… que quienes viven correctamente su matrimonio nos parecen seres de otro planeta. Y nos parecen imposibles o insoportables tantas situaciones que se nos presentan en la vida. En fin, creemos imposible vivir el evangelio. ¿Por qué? falta de fe.

La fe adulta, además de darle al creyente el convencimiento de que “todo es posible para Dios”, de que con la fuerza de Dios será capaz de hacer lo que tenga que hacer y soportar todo lo que se le presente, da a la persona la humildad de saber que, entonces, cuando para los demás parece un héroe (o un pendejo, para algunos, con perdón), sólo es un pobre siervo que está haciendo únicamente lo que tenía que hacer.

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