18 de diciembre de 2009

4º de Adviento

Miqueas 5,1-5 – Hebreos 10,5-10 – Lucas 1,39-48a
Este último domingo de adviento es una verdadera liturgia de preparación a la celebración del nacimiento del Señor. El profeta Miqueas proclama: “De Belén sacaré al que ha de ser soberano de Israel” (Miq 5,1); Cristo afirma en la carta a los Hebreos: “Aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hb 10,7); e Isabel exclama: “¿Cómo es que viene a visitarme la madre de mi Señor?” (Lc 1,43). Celebramos una venida gozosa, la entrada de Dios en nuestra historia y en nuestra carne. Ponemos nuestros ojos sobre todo en María, la Madre del Mesías y nueva arca de la alianza, para vivir el misterio del nacimiento de Jesús con la sencillez de la fe y con un corazón abierto a Dios y a los demás.

La primera lectura (Miq 5,1-5) está tomada de la profecía de Miqueas, un profeta que vivió en el siglo VIII antes de Cristo y que con un profundo sentido de la justicia denunció la corrupción, la violencia y la opresión que empañaban la historia de su pueblo en aquella época. En medio de este panorama desolador, el profeta lanza un grito de esperanza. Una nueva luz brotará de Belén, la ciudad del rey David, como cumplimiento de la antigua profecía de Natán (2 Sam 7). Aparecerá una presencia nueva y salvadora de Dios en la línea de la dinastía davídica, es decir, en medio de la historia humana con sus luces y sus sombras. A una etapa de sufrimiento seguirá el regreso de un “resto” y el nacimiento de un niño (v. 2). “En el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz” (v. 2), surgirá un pastor que “se mantendrá firme y pastoreará con la fuerza del Señor y con la majestad del nombre del Señor su Dios” (v. 3). El niño que nacerá será “pastor”, como David, el rey pastor. El traerá la paz y la justicia a Israel. “El mismo será la paz” (v. 4). El texto concluye con una alusión al “shalom”, a la paz que sólo el Mesías podrá ofrecer definitivamente.

La segunda lectura (Hb 10,5-10) es una espléndida meditación sobre el misterio de la encarnación. El autor de la Carta a los Hebreos, a partir de algunos versículos del salmo 40, presenta la novedad del evento histórico de Cristo. Los sacrificios y holocaustos de la antigua alianza, signos eficaces de la salvación ofrecida a los hombres, son sustituidos por el “cuerpo” de Jesús, que entra en la historia humana y se ofrece por la salvación de todos. El misterio personal de Cristo, hombre y Dios, hace posible un nuevo encuentro de Dios con la humanidad. Ya no a través de un frío ritual, sino a través de la presencia viva y humana de un cuerpo, por medio del cual “nosotros hemos quedado santificados una vez para siempre” (Hb 10,10).

El evangelio (Lc 1,39-56) narra el encuentro entre María e Isabel, en donde la Madre del Señor es presentada como nueva arca de la alianza. La reacción de Isabel: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Pero, ¿cómo es posible que venga a visitarme la madre de mi Señor?” (Lc 1,42-43), representa el estupor de la comunidad creyente delante del arca de Dios en medio de su pueblo y, por tanto, delante de la certeza de que el hombre es llamado por Dios a una alianza perfecta y definitiva. El relato de la visitación recuerda 2 Sam 6,9, en donde leemos que David, mientras avanzaba el arca del Señor hacia Jerusalén, exclamó; “¿Cómo podrá venir a mí el arca del Señor?”. Es la misma frase de Isabel, sólo que la expresión “arca del Señor” ha sido sustituida por “madre del Señor”. María es presentada de esta forma como signo de la cercanía amorosa de Dios. Ella, como nueva arca, lleva en su seno a Cristo, Mesías de una alianza nueva y eterna. Ella es la nueva tierra que Dios fecunda con su Espíritu (Lc 1,35a; Gen 1,2; Ez 37,14; Sal 104,30), el nuevo tabernáculo de la alianza, cubierto con la sombra del Omnipotente (Lc 1,35b; Ex 40,34; Sal 91,1; 121,5); el nuevo Israel que dialoga con Dios y cumple su alianza para siempre (Lc 1,34.38; Ex 19,8; Jos 24,24).

Isabel llama a María la madre de mi Señor. Ha descubierto que María pertenece a la nueva realidad del reino, que ha entrado en el mundo nuevo de la vida de Dios. María ha creído, y por medio de la fe lleva la misma vida divina en sus entrañas. Y continúa Isabel: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito en fruto de tu vientre!”. En la Biblia, la bendición de Dios es sinónimo de vida, de fecundidad, de paz y de salvación. Jesús es la bendición plena y definitiva que Dios ha donado a los hombres. Jesús, a quien María lleva en su seno, es el Bendito. Por eso ella, su madre, también es bendita, porque es portadora de la vida definitiva para el mundo. Ella es bendita entre las mujeres, es decir, entre las que generan y donan la vida en la historia. Al final Isabel proclama la gran bienaventuranza de María: “¡Bienaventurada tú que has creído (en griego: he pisteúsasa, la creyente)!” (Lc 1,45). Ella es la primera de los bienaventurados (cf. Lc 6,20-21), la primera de los pobres de este mundo que, en medio de su misma pobreza y de su llanto, han recibido la gracia de Dios y han respondido con fe y con espíritu abierto a los planes de Dios. María es de Dios. Por eso es grande y dichosa: ha recibido el don de Dios, ha creído, y apoyada en esa fe puede presentarse como portadora de Dios entre los hombres.

María es mujer de nuestra historia, abierta a Dios y a los hombres. Ha vivido siempre en actitud de gratuidad y de donación. Por eso su cántico de alabanza, el Magnificat, es la oración de los pobres del Señor, una alabanza agradecida por la presencia de Dios que salva a su pueblo. En el canto de María se celebra el acto de misericordia supremo y definitivo realizado por Dios en favor de los hombres a través del nacimiento, la muerte y la resurrección–exaltación del Mesías Señor. María recibe con humildad las palabras de saludo y de bendición de parte de Isabel. No niega el misterio, no rechaza la fuerza y la alegría de la gracia. No oculta lo que Dios ha ido realizando en su vida. María ora: se abre a Dios, se deja sorprender por el gozo y la presencia de la gracia divina. Y responde devolviendo a Dios la gloria y la alabanza que Isabel le ha ofrecido: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva” (Lc 1,47-48). Toda la existencia de María es un canto de alabanza a Dios que ha obrado grandemente en su vida: “Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones. Porque el Poderoso ha hecho en mí obras grandes, su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (Lc 1,48-50). La Virgen, en nombre de toda la humanidad, se reconoce amada de Dios que es su Señor, y canta agradecida.

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