9 de enero de 2010

Notas exegéticas

FIESTA BAUTISMO DEL SEÑOR

La celebración litúrgica del bautismo del Señor recuerda aquel momento inicial del ministerio público de Jesús en el cual, en medio de la trama ordinaria de su existencia humana, una intervención excepcional de Dios deja entrever el misterio escondido en su persona. La voz que se deja oír en el Jordán, “Tú eres mi Hijo amado”, marca en cierta forma la aparición oficial de Jesús en la tierra de Israel y sintetiza toda su existencia y misión. Se escuchará otra vez en el monte de la Transfiguración y finalmente en la cruz a través de la confesión de fe de uno de los primeros creyentes, un centurión romano. El evento del bautismo es como la expresión externa de la vocación mesiánica de Jesús quien, a través de la mediación de Juan el Bautista, confirmado por la voz del Padre y ungido por la fuerza del Espíritu, inicia su ministerio mesiánico. Un ministerio de servicio y de amor. La unción que Jesús recibe en el Bautismo es lo prepara para la llevar la buena nueva de la liberación a los pobres y sufrientes, para hacer presente la salvación a los pecadores y alejados.

La primera lectura (Isaías 40,1-5.9-11)

Esta es la introducción a la segunda parte del libro de Isaías, (Is 40-55), atribuida al “Segundo Isaías” (Is 40-55), el profeta anónimo que en el exilio animó la esperanza del pueblo y anunció el retorno a la tierra.


El oráculo hace resonar, en medio de las ruinas de la ciudad desconsolada y sin esperanza, el fundamento de la alianza entre Dios y su pueblo (v. 1: “mi pueblo” - “vuestro Dios”). Se apresura a anunciar el final de la esclavitud, de la pena y del castigo (v. 1). Jerusalén, símbolo del pueblo de Dios, ha pagado caro sus errores y su infidelidad. El exilio y la destrucción han sido el fruto de sus iniquidades. Pero ahora resuena un anuncio que permite seguir viviendo: Dios llama otra vez al pueblo, “mi pueblo”, y quiere consolarle, apacentarlo, tomarlo en brazos y conducirle como un pastor a su rebaño (cf. Is 40,11). El profeta habla de un “camino”, que el pueblo tendrá que preparar y recorrer como en un nuevo Éxodo (v. 3). No se trata tanto del camino geográfico que conduce de Babilonia a Jerusalén, sino del camino del espíritu que el pueblo tiene que recorrer para volver a Dios. Como un heraldo, colocado en un monte, se anticipa al regreso de los exiliados y a la llegada del Señor a Israel. El mismo Señor en persona precede todo el cortejo triunfal, como general victorioso (v. 10) y como pastor amoroso (v. 11).

La segunda lectura (Tito 2,11-14; 3,4-7).

Tito 2,11-14 parece ser una profesión de fe de la antigua comunidad cristiana. Se habla del misterio cristiano como “epifanía”: “Ha aparecido (epefáne) la gracia de Dios” (v. 11). La humanidad entera está llamada a abrirse al don de la vida en Cristo Jesús (v. 12) y a seguir esperando otra “epifanía”, “la manifestación gloriosa (epifáneia tes dóxes) de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (v. 13).


Tito 3,4-7 pudo haber sido un himno basado en una síntesis doctrinal. Se repite el mismo verbo de 2,11: “Ha aparecido (epefáne) la bondad de Dios y su amor al hombre (filantropía)”. Este último atributo divino aparece solamente aquí en el NT. El amor divino, manifestado en Cristo Salvador, se experimenta en el bautismo, que es descrito como baño purificador del pecado (Ef 5,26) y experiencia de nuevo nacimiento por obra del Espíritu Santo (Jn 3,5; 1Pe 1,3).
El evangelio (Lc 3,15-16.21-22) presenta claramente dos partes. En la primera se hace referencia a la actividad de Juan Bautista (vv. 15-16); en la segunda, se describe el evento del bautismo de Jesús (vv. 21-22).


La actividad de Juan el Bautista (vv. 15-16)

La voz y el gesto de Juan hablan de otra persona, uno que viene detrás de él y que “es más fuerte”: Cristo Jesús, “el fuerte” por excelencia, como Dios. El calificativo recuerda algunos textos proféticos: “Eres un Dios grande y fuerte que llevas por nombre Señor todopoderoso” (Jer 32,18); “Señor Dios, grande y terrible” (Dan 9,4).

La llegada del “más fuerte” sostiene la esperanza de Juan. Ante él, el Bautista confiesa: “no soy digno de postrarme ante él para quitarle la correa de sus sandalias” (v. 16). Esta frase, más que una declaración de humildad delante de Jesús, es confesión de la propia incapacidad. El texto habla de un derecho que Juan no posee. Él prepara y purifica a la esposa para hacerla digna del esposo que llega, pero no posee el poder jurídico de apropiarse de la esposa (Dt 25,5-10; Rut 4,7). Quitarle la sandalia a otro era, en efecto, ocupar su derecho jurídico. Él es sólo el amigo del esposo, que se alegra de oír su voz y está llamado a disminuir para que él crezca (Jn 3,27-28).
El Mesías, que está por llegar, es el único que puede derramar el Espíritu, dando así inicio a la nueva y definitiva creación (Ez 37): “Él los bautizará en el Espíritu Santo” (v. 16). El que está por llegar trae el auténtico bautismo: no de agua que limpia, sino de Espíritu Santo que vivifica y consagra.


El bautismo de Jesús (vv. 21-22)

La escena se desarrolla en un lugar público, un día “cuando se bautizaba mucha gente” (v. 21a); al mismo tiempo es una escena privada, una especie de encuentro personal con Dios: “mientras Jesús oraba” (v. 21b).

Hasta ahora el punto de partida del evangelio había sido Juan, con su palabra profética y su gesto bautismal de penitencia; de ahora en adelante sabemos que el verdadero inicio del evangelio es Dios, en cuanto Padre que proclama su palabra y revela a Jesús como su Hijo, revistiéndolo de la fuerza del Espíritu. Finalmente se cumplen las profecías mesiánicas, cesa el tiempo de la espera; se abre el cielo, se vuelve a escuchar a Dios y comienza a realizarse su reino en la tierra.
El significado del relato se percibe claramente prestando atención a los dos elementos más importantes del texto: el descenso del Espíritu sobre Jesús y la voz del cielo que lo proclama “Hijo amado”. Se trata de la investidura carismática y de la solemne proclamación de Jesús, que lleno del Espíritu realizará su misión según el beneplácito divino.


El acto bautismal es descrito con elementos propios de una vocación profética: los cielos abiertos, la visión, el descendimiento del Espíritu, la voz divina (Ez 1,1; 2,2). La misión del Mesías es ante todo la de hacer presente en el mundo la Revelación perfecta, la Palabra definitiva, la intervención plena y eficaz del Padre. Los cielos se abren como respuesta a la oración de Jesús y proclaman un anuncio que define la realidad auténtica del hombre Jesús: él es el Hijo de Dios. En él, por tanto, la presencia de Dios es perfecta, él posee en forma definitiva el Espíritu de Dios que lo invade y lo anima en su misión. Jesús aparece en oración, es decir, en diálogo con Dios, y Dios le dona el Espíritu, es decir, su presencia y su consagración profética e salvadora a favor de toda la humanidad.

Como Cristo, también el creyente está llamado a realizar un programa de vida, a través una existencia caracterizada por la práctica de la justicia y el compromiso por la liberación en favor de todos los hombres. Por el bautismo, también los creyentes, movidos como Cristo por el Espíritu, están llamados a hacer el bien y a sanar a todos los que viven oprimidos por el mal (cf. Hch 10,38).
Mons. Silvio José Báez Ortega
Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis
de ManaguaManagua, República de Nicaragua

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