3 de febrero de 2010

Homilia P. Jesús...


DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO C

“La gente se agolpaba en torno suyo para oír la palabra de Dios”

El profeta también encuentra quien le escuche con entusiasmo. Jesús es el profeta rechazado, pero también el profeta aceptado por millones y millones a lo largo de los siglos. Hoy le vemos sentado en la barca de Simón enseñando a la multitud y conquistando colaboradores, profetas, que continuarán su misión.

“Soy un hombre de labios impuros” “Apártate de mí, que soy un pecador”

El profeta, tanto el del AT como el profeta cristiano, necesitan una fuerte experiencia de Dios, una experiencia de Dios Santo, como Isaías, del Dios de la gratuidad, como Pablo, del Dios omnipotente escondido en el humilde carpintero de Nazaret, como Pedro. Isaías ve a Dios en el templo, contempla la majestuosidad y santidad de Dios y, al mismo tiempo, como efecto inseparable, se siente pequeño y débil, pecador, un hombre de labios impuros que se estremece de temor ante el Dios tres veces santo.

También Pablo se ve como un aborto. A él, el último de los apóstoles, indigno de llamarse apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios, se le muestra el Resucitado como luz que disipa toda su ceguera de la justicia de la ley e ilumina su corazón con el don gratuito del perdón y del amor. Así le sucede igualmente a Pedro, después de aquella pesca inesperada e increíble: se arroja a los pies de Jesús en una actitud, al mismo tiempo de asombro y de temblor ante la grandeza del Maestro y de reconocimiento de su ser pecador: “¡apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!”.

Estas dos actitudes –la contemplación asombrosa de la grandeza y de la gloria de Dios y la conciencia del propio ser pecador, de la propia debilidad, de la propia nada- son previas al ejercicio del profetismo, incluso a la decisión del seguimiento de Cristo, pero, sobre todo, a la misión apostólica. Sin estas experiencias es imposible ser discípulo y menos ser profeta y apóstol. De lo contrario, se corre el riesgo de un seguimiento y un profetismo voluntarista, forzado y, desde luego, mediocre, interesado, apoyado en los propios valores y cualidades; consecuentemente, poco entusiasta, dependiente de gratificaciones psicológicas personales, poco eficaz, y con frecuencia triste.

“Por la gracia de Dios soy lo que soy y su gracia no se ha frustrado en mí”

Después de una profunda experiencia del amor de Dios, de su omnipotencia, de su santidad, después de saberme pecador amado, después de que el ángel del Señor, con su brasa, haya purificado mi corazón y mis labios, después de oír la voz del Señor que, como a Pedro, me dice “no temas” o, como a Pablo, “te basta mi gracia”, puedo decir con el profeta: “aquí estoy, Señor, envíame”; sólo después de esto, estoy dispuesto a dejarlo todo y seguir al maestro. El convencimiento del amor, de la grandeza, de la santidad de Dios, me lleva a echar las redes, como Pedro, en el nombre del Señor, seguro de dar fruto abundante. El convencimiento de mi propia pequeñez, impotencia, en definitiva, de mi nada, me lleva a esperarlo todo de la gracia de Dios; sólo así podré decir, con Pablo: “por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no ha sido estéril en mí”.

“Aquí estoy, Señor, envíame”

El Señor sigue lanzando al aire, por los caminos del mundo, el reto “¿a quién enviaré? ¿quién irá de parte mía?”. Acércate al Maestro, déjate cautivar, asómbrate de su personalidad fascinante… Entra en el templo de su presencia a contemplar su santidad… No tengas miedo de descubrir tu propia miseria, tu propia nada… Entonces podrás decir, lleno de alegría, con firmeza y esperanza: “Aquí estoy, Señor, envíame”.
Pbro. Jesús Hermosilla

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