26 de febrero de 2010

Homilia P. Jesús...


DOMINGO II DE CUARESMA
Ciclo C
Del desierto a la montaña



En Cuaresma no sólo estamos llamados a acompañar a Jesús al desierto, sino también a la montaña. Contemplamos su pelea con el diablo en el desierto y su transfiguración y gloria en la montaña. Y no sólo contemplar, estamos llamados a participar de su victoria y de su transfiguración. Tanto la escena de las tentaciones como la de la transfiguración son teofanías, es decir, manifestaciones del Dios hecho hombre. En el desierto se manifiesta en su debilidad de hombre sometido a la prueba y, en la montaña, como hijo de Dios que será glorificado y constituido Señor por su resurrección y ascensión. Nosotros podemos ser, además de testigos, copartícipes de estas experiencias.

Jesús subió a un monte para hacer oración

Es san Lucas quien nos da este detalle. Fue a orar. Los montes parece que le ponen a uno más cerca de Dios. Son lugares de contemplación. Desde la cima de las montañas se divisa ampliamente el paisaje, a veces hasta muchos kilómetros de distancia, y todo invita a también a mirar al cielo, respirar profundamente la brisa, sentir el silencio y “ver” a Dios. Jesús tuvo, en aquella montaña, una experiencia mística durante la cual su aspecto exterior se transfiguró y resplandecía, su gloria divina se dejó ver por unos instantes y los discípulos lo contemplaron llenos de gozo espiritual. Pero la conversación que Jesús mantenía en aquella oración, dialogando con Moisés –la ley- y Elías –los profetas- no era sobre cosas bellas y placenteras humanamente hablando, sino sobre su muerte.

Se formó una nube que los cubrió … y se llenaron de miedo

La teofanía no quedó ahí. El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de Moisés y Elías, el Dios “grande y terrible” que sacó a su pueblo de Egipto y lo acompañó y guió en forma de nube, se manifestó también en aquella montaña. Los apóstoles lo percibieron y se llenaron de temor, como todos los santos hombres que a lo largo de la historia de Israel habían recibido la gracia de una experiencia semejante. Es más, como había sucedido en el Jordán cuando el bautismo, la voz de Dios quiso dar testimonio de quién era aquel hijo del hombre que había de morir en una cruz: “este es mi hijo, mi escogido, ¡escúchenlo!”.

Después de todo aquello, los discípulos guardaron silencio. ¿Qué otra cosa podían hacer? Ante una experiencia inefable, lo mejor es el silencio.

Con Jesús, al desierto y a la montaña

Nuestra cuaresma debe ser desierto y montaña, tentación y transfiguración, lucha y gloria. La oración cuaresmal, si es auténtica, nos va a transfigurar. Esa conversación cotidiana con Dios, meditando la ley y los profetas, el evangelio de Jesús y los escritos apostólicos, irá transformándonos, convirtiéndonos. “¡Qué bien se está aquí!”, vamos a poder decir en algunos momentos; pero no nos engañemos, seamos realistas, el escrute de las Escrituras nos va a mostrar también la cruz, en toda su grandeza de muerte y de triunfo.

La oración cuaresmal nos va a adentrar en la nube de la presencia divina, nos va a poner ante el Dios “grande y terrible”, cuyas caricias amorosas, a veces, se experimentan como golpes que sacuden provocando miedo y angustia, no porque El lo pretenda sino por nuestra condición creatural y pecadora. Con todo, merece la pena hacer la experiencia: ir al desierto, subir a la montaña, entrar en la nube… y caminar hacia el calvario. Es el único modo de llegar transfigurados a la Pascua.
Pbro. Jesús Hermosilla

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