21 de mayo de 2010

Notas Exegéticas

Notas Exegéticas
Solemnidad de Pentecostés



El Espíritu es la misma vida de Dios. En la Biblia es sinónimo de vitalidad, de dinamismo y novedad. El Espíritu animó la misión de Jesús y se encuentra también a la raíz de la misión de la Iglesia. El evento de Pentecostés nos remonta al corazón mismo de la experiencia cristiana y eclesial: una experiencia de vida nueva con dimensiones universales.

La primera lectura (Hch 2,1-11) es el relato del evento de Pentecostés. En ella se narra el cumplimiento de la promesa hecha por Jesús, al final del evangelio de Lucas y al inicio del libro de los Hechos (Lc 24,49: “Por mi parte, os voy a enviar el don prometido por mi Padre... quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza que viene de lo alto”; Hch 1,5.8: “Vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos días... vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo”). Con esta narración Lucas profundiza un aspecto fundamental del misterio pascual: Jesús resucitado ha enviado el Espíritu Santo a la naciente comunidad, capacitándola para una misión con horizonte universal. Todo ocurre “al llegar el día de Pentecostés” (Hch 2,1).

Pentecostés es una fiesta judía conocida como “fiesta de las semanas” (Ex 34,22; Num 28,26; Dt 16,10.16; etc.) o “fiesta de la cosecha” (Ex 23,16; Num 28,26; etc.), que se celebraba siete semanas después de la pascua. Parece ser que en algunos ambientes judíos en época tardía en esta fiesta se celebraban las grandes alianzas de Dios con su pueblo, particularmente la del Sinaí directamente realcionada con el don de la Ley. Aunque Lucas no desarrolla esta temática en el relato de Pentecostés, seguramente conocía esta tradición y es probable que haya querido asociar el don del Espíritu enviado por Cristo resucitado al don de la Ley recibido en el Sinaí. En la comunidad de Qumrán, contemporánea a Jesús, por ejemplo, Pentecostés había llegado a ser la fiesta de la Nueva Alianza que aseguraba la efusión del Espíritu de Dios al nuevo pueblo purificado (cf. Jer 31,31-34; Ez 36).

Lucas añade: “estaban todos juntos en un mismo lugar” (Hch 2,1). Con esta indicación quiere sugerir que los presentes están unidos no sólo en un mismo sitio sino con el corazón. Aunque no se habla de una reunión cultual, no sería extraño que Lucas imaginara a los creyentes en oración, esperando la venida del Espíritu, de la misma forma que Jesús estaba orando cuando el Espíritu bajó sobre él en el bautismo (Lc 3,21: “Mientras Jesús oraba... el Espíritu Santo bajó sobre él”; Hch 1,14: “Solían reunirse de común acuerdo para orar en compañía de algunas mujeres, de María la madre de Jesús y de los hermanos de éste”).

“De repente vino del cielo un ruido, semejante a una ráfaga de viento impetuoso y llenó la casa donde se encontraban” (Hch 2,2). No obstante los discípulos estaban a la espera del cumplimiento de la promesa del Señor resucitado, el evento ocurre “de repente” y, por tanto, en forma imprevisible y repentina. Es una forma de subrayar que se trata de una manifestación divina, ya que el actuar de Dios no puede ser calculado ni previsto por el hombre. El ruido llega “del cielo”, es decir, del lugar de la trascendencia, desde Dios. Su origen es divino. Y es como el rumor de un ráfaga de viento impetuoso. El evangelista quiere describir el descenso del Espíritu Santo como poder, como potencia y dinamismo y, por tanto, el viento era un elemento cósmico adecuado para expresarlo.

Además, tanto en hebreo como en griego, espíritu y viento se expresan con la misma palabra (hebreo: ruah; griego: pneuma). No es extraño, por tanto, que el viento sea uno de los símbolos bíblicos del Espíritu. Basta pensar al gesto de Jesús en el evangelio, cuando “sopla” sobre los discípulos y les dice: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22), o a la visión de los esqueletos calcinados narrada en Ezequiel 37, donde el viento-espíritu de Dios hace que aquellos huesos se revistan de tendones y de carne, recreando el nuevo pueblo de Dios.

“Entonces aparecieron lenguas como de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos” (Hch 2,3). Lucas se sirve de otro elemento cósmico que era utilizado frecuentemente para describir las manifestaciones divinas en el Antiguo Testamento: el fuego, que es símbolo de Dios como fuerza irresistible y trascendente. La Biblia habla de Dios como un “fuego devorador” (Dt 4,24; Is 30,27; 33,14); “una hoguera perpetua” (Is 33,14). Todo lo que entra en contacto con él, como sucede con el fuego, queda transformado. El fuego es también expresión del misterio de la trascendencia divina. En efecto, el hombre no puede retener el fuego entre sus manos, siempre se le escapa; y, sin embargo, el fuego lo envuelve con su luz y lo conforta con su calor. Así es el Espíritu: poderoso, irresistible, trascendente.
El evento extraordinario, expresado simbólicamente en los vv. 2-3, se explicita en el v. 4: “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo”. Dios mismo llena con su poder a todos los presentes. No se les comunica un auxilio cualquiera, sino la plenitud del poder divino que se identifica en la Biblia con esa realidad que se llama: el Espíritu. Se trata de un evento único que marca la llegada de los tiempos mesiánicos y que permanecerá para siempre en el corazón mismo de la Iglesia. Desde este momento, el Espíritu será una presencia dinámica y visible en la vida y la misión de la comunidad cristiana. “Y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les concedía expresarse” (v. 4).

La fuerza interior y transformadora del Espíritu, descrita antes con los símbolos del viento y del fuego, se vuelve ahora capacidad de comunicación que inaugura la eliminación de la antigua división entre los hombres a causa de la confusión de lenguas en Babel (Gen 11). En Jerusalén, no en la casa donde están los discípulos, no en el espacio cerrado de unos pocos elegidos, sino en el espacio abierto donde hay gente de todas las naciones (v. 5), en la plaza y en la calle, el Espíritu reconstruye la unidad de la humanidad entera e inaugura la misión universal de la Iglesia. El pecado condenado en el relato de la torre de Babel es la preocupación egoísta de los hombres que se cierran y no aceptan la existencia de otros grupos y otras sociedades, sino que desean permanecer unidos alrededor de una gran ciudad cuya torre toque el cielo.
El Espíritu de Pentecostés inaugura una nueva experiencia religiosa en la historia de la humanidad: la misión universal de la Iglesia. La palabra de Dios, gracias a la fuerza del Espíritu, será pronunciada una y otra vez a lo largo de la historia en diversas lenguas y será encarnada en todas las culturas. El día de Pentecostés, la gente venida de todas las partes de la tierra “les oía hablar en su propia lengua” (Hch 2,6.8). El don del Espíritu que recibe la Iglesia al inicio de su misión, la capacita para hablar de forma inteligible a todos los pueblos de la tierra.

La segunda lectura (1 Cor 12,3b-7.12-13), asegura que la proclamación del señorío de Jesús es fruto de la acción del Espíritu, que parece ser el criterio decisivo para discernir la autenticidad de los carismas que suscita en la comunidad el Espíritu. A continuación Pablo afirma que los carismas, aunque son variados en su manifestación, tienen un único origen divino y son otorgados para el enriquecimiento de la comunidad (vv. 3b-7). En los vv. 12-13 Pablo desarrolla otro argumento, utilizando la imagen del cuerpo: la Iglesia, unida a Cristo, es como un organismo vivo, en el que hay diversidad de miembros que actúan interrelacionadamente, pero al interior de la unidad de “un solo cuerpo”, la comunidad de los bautizados que han “bebido de un solo Espíritu”.

En el evangelio (Jn 20,19-23), Jesús vuelve en medio de los suyos, como lo había prometido: “me voy y volveré a vosotros” (Jn 14,28). Atraviesa las barreras externas (las puertas) e internas (el miedo). Comunica a los discípulos cuatro dones fundamentales: la paz, el gozo, la misión, y el Espíritu Santo.
La paz (el shalom) y el gozo (la járis) son dones que acompañarán la fe y sostendrán la misión, que tiene como origen y modelo la misión de Jesús. Para la realización de la misión Jesús hace les concede el don del Espíritu. En el texto sobresale el tema de la nueva creación. Jesús “sopló sobre ellos”, como Dios en el momento de la creación del ser humano (cf. Gen 2,7; Sab 15,11). El gesto y la palabra de Jesús se colocan en relación directa con el anuncio que de él había hecho Juan Bautista, indicando que bautizaría en el Espíritu Santo (cf. Jn 1,32-33).

Jesús resucitado comunica el Espíritu que hace renacer al hombre (cf. Jn 3,3-8), concediéndole compartir su misma vida divina. Su soplo sobre los discípulos infunde en ellos la vida eterna: “Así como el Padre resucita a los muertos, dándoles la vida, así también el Hijo da vida a los que quiere” (Jn 5,21). Aunque Juan aquí no llama al Espíritu con el término joánico “Paráclito”, hay que tener en cuenta que su acción abarca, además de los diversos aspectos anunciados en los discursos de despedida (cf. Jn 14,16-26; 15,26; 16,7), el nuevo nacimiento que da acceso al Reino (cf. Jn 3,5-6); la verdadera adoración al Padre (cf. Jn 4,23); el poder de vivificar (cf. Jn 6,63) y el don de la vida (cf. Jn 7,37-38).

Con el don del Espíritu, el Señor Resucitado inicia una nueva creación, de la que Jesús describió su primer efecto en el nacer de nuevo o de lo alto, es decir del perdón, justamente a través del soplo del Espíritu (cf. Jn 3,3). El Resucitado confía ahora la mediación del perdón a la comunidad de sus discípulos. Con el don del Espíritu, los discípulos quedan investidos para la misión, que extenderá a la humanidad de todo tiempo y lugar la alianza realizada por Jesús. Esta escena joánica, como la del capítulo 2 de los Hechos, inaugura el tiempo de la Iglesia que Juan, a diferencia de Lucas, hace coincidir cronológicamente con el mismo día de Pascua.

+Mons. Silvio José Báez

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