30 de junio de 2010

Homilia Pbro. Jesús Hermosilla


DOMINGO XIV
del Tiempo Ordinario
"Ciclo C"
Jesús llama y envía


El domingo pasado escuchábamos el llamado de Jesús: “sígueme, deja los bueyes y el arado, deja que los muertos entierren a los muertos, tú sígueme y no vuelvas la vista atrás”. El evangelio de hoy nos recuerda que, además de llamados, somos enviados. “Jesús designó a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos”. En estos setenta y dos, estamos representados todos los bautizados. Somos discípulos y misioneros. La Iglesia latinoamericana, a través de sus obispos reunidos en Aparecida, nos ha convocado a una Misión continental. ¿Pero qué misión vamos a realizar si no somos todavía verdaderos discípulos?

Rueguen al dueño de la mies para que envíe trabajadores

Jesús nos dice a los enviados que, lo primero de todo, oremos. La misión va precedida, acompañada y seguida de la oración. Sin contemplación no puede haber misión eficaz. “El misionero –decía Juan Pablo II- ha de ser un «contemplativo en acción». El futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble” (Rmi 91). Jesús dice que roguemos al Padre para que envíe trabajadores; se entiende: para que envíe trabajadores de verdad y para que los que ya están trabajando sean verdaderos obreros del Señor y no aficionados o mercenarios de la misión. Se es aficionado cuando no se está preparado, es decir, cuando no sé es todavía discípulo medianamente maduro; se es mercenario cuando se va a la misión buscando, consciente o inconscientemente, gratificaciones personales: sentirme bien, sentirme útil, éxito y alabanzas humanas, hacer amistades, mandar en otros, recibir bienes materiales…

Los envío como corderos en medio de lobos

La primea reacción antes esta afirmación de Jesús es el miedo y el decir “bueno, si es así, conmigo que no cuenten…” Jesús es el Cordero de Dios que vivió en este mundo en medio de lobos. Nos previene de que la misión no va a ser fácil. Que no seamos imprudentes o ingenuos. La misión tiene su cruz (Pablo llevaba en su cuerpo las marcas de los sufrimientos pasados por Cristo y en su cruz se gloriaba). Pero, por otro lado, sabemos que El está con nosotros; es más, nos ha dado su poder: “les he dado poder para aplastar serpientes y escorpiones y para vencer toda la fuerza del enemigo y nada les podrá hacer daño”. Por tanto, podemos ir a la misión con fortaleza, sin miedos, con esperanza. Vamos en su nombre. Son su presencia y el poder que él nos da las armas para esta lucha, los instrumentos para esta tarea; por eso -nos recuerda- no hemos de apoyarnos en los medios humanos: “no lleven dinero ni morral ni sandalias”. Además, el misionero debe tener claro a qué va y concentrarse en eso, no puede quedarse “saludando a la gente por el camino”, es decir, ocupado en cosas y actividades innecesarias para la misión o a las que no ha sido enviado (a menudo perdemos mucho tiempo en actividades supuestamente misioneras, pero que no lo son, tal vez porque nos resultan más gratificantes, más valoradas por la sociedad, y nos dan la sensación de que hemos hecho algo; o hacemos lo que nos gusta y no lo que nos mandan).

Digan: que la paz reine en esta casa

La misión se resume en llevar la paz del Reino de Dios. A cada casa ha de llegar la paz de Cristo, que es perdón, salvación, amor, vida eterna. Esta paz está hecha también de sanación y liberación: llevar la paz incluye curar a los enfermos que haya y ver cómo los demonios se someten en nombre de Jesús. Jesús veía “a Satanás caer del cielo como un rayo”. Toda misión que no tenga como objetivo último derrotar el poder de Satanás no es misión cristiana. Cuando se va a la misión con este objetivo surge inevitablemente la oposición. Jesús prevé que habrá ciudades que no van a recibir a sus enviados; hoy son muchas esas ciudades o areópagos, como le gustaba decir a Juan Pablo II, que no quieren recibir la buena noticia del Reino de Dios. Pero no nos sacudamos el polvo de los pies a la ligera, sin antes haberles anunciado que “el Reino de Dios está cerca”, porque es fácil excusar la propia pereza, tibieza, o cobardía diciendo que “hoy, aquí, no se puede hacer nada”.

Los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría

La misión bien realizada, aunque no obtenga visiblemente los frutos esperados, es fuente de alegría. Un apóstol, es decir un cristiano, que vive triste, no es misionero, no está realizando bien su misión. La culpa de la tristeza y el desánimo ante el poco éxito o el fracaso pastoral hay que buscarla en uno mismo. El misionero sabe que, si se ha sembrado (y el se incluye a sí mismo), habrá fruto, y se siente feliz. A veces Dios permite que los frutos se vean y entonces la alegría también es más expresiva, alcanza al sentimiento. De todos modos, el buen misionero siempre puede estar alegre, porque sabe que el motivo principal para la alegría no es el éxito pastoral, sino “que su nombre está escrito en el cielo”.
Padre Jesús Hermosilla

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