8 de agosto de 2010

Notas exegéticas


Notas exegéticas
XIX Domingo del Tiempo Ordinario
Ciclo C


Sabiduría 18,3.6-9
Hebreos 11,1-2.8-19
Lucas 12,32-48


Las lecturas bíblicas de este domingo nos invitan a considerar la vida cristiana como una peregrinación llena de esperanza que tiene una meta concreta: la libertad de la esclavitud (primera lectura), “una ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (segunda lectura), la venida del Hijo del hombre y su banquete mesiánico (evangelio). Este caminar es sostenido y realizado por medio de las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. El amor con el cual logramos permanecer vigilantes en nuestro camino terreno nos orienta a la esperanza. El itinerario cristiano no desemboca en el vacío sino en la plenitud. Vigilar es esperar. Junto al amor y a la esperanza es indispensable la fe, cantada maravillosamente este domingo por la carta a los Hebreos que nos recuerda que creer es esperar y amar.

La primera lectura (Sab 18,3.6-9) está tomada del libro de la Sabiduría, que es, cronológicamente hablando, el último libro del Antiguo Testamento. Con él nos situamos prácticamente en los umbrales del cristianismo y en plena época de difusión de la lengua y la cultura griegas. El libro es una pequeña joya de la literatura judía alejandrina y se presenta como una especie de exhortación dirigida a la comunidad hebrea de la diáspora. El texto que se lee hoy en la liturgia pertenece a la tercera sección del libro compuesta por los capítulos 10-19, dedicados a una grandiosa relectura sapiencial y teológica de la historia de Israel, en clave escatológica y con especial atención al evento del Éxodo. En estos capítulos se confrontan continuamente en forma contrastante hebreos y egipcios, símbolos de las dos actitudes fundamentales de la justicia y de la impiedad.

En el texto de hoy se recuerda la famosa “noche” de la liberación de la esclavitud de Egipto, la cual fue iluminada por una columna de fuego que guiaba a Israel en el camino hacia la libertad (v. 3), una luz sólo comparable a la del sol (v. 4). En aquella noche decisiva Dios mostró todo su poder en favor de su pueblo. En efecto, mientras la muerte de los primogénitos egipcios era el signo de la justicia inexorable de Dios, para los hebreos se abría un futuro de gozo, signo del cumplimiento de las promesas divinas (vv. 6-8). Es en aquella noche cuando se celebra por primera vez la Pascua, fiesta que se hace posible sólo en la libertad (v. 9). El texto evoca la atmósfera litúrgica de aquella noche a través de los cantos de las “alabanzas de los antepasados”, es decir de los salmos del Hallel (Sal 113-118), praxis obviamente posterior. Se señala finalmente la dimensión comunitaria de la fiesta pascual. La pascua es un signo de unidad y de libertad nacionales: “Unánimes establecieron este pacto divino: que tus fieles compartirían igualmente bienes y peligros” (v. 9). En la pascua los hebreos se vinculan entre sí a través de un pacto de comunión y de solidaridad en el bien y en el mal.

La segunda lectura (Heb 11,1-2.8-19) está tomada de la carta a los Hebreos, una solemne homilía proveniente de un ámbito teológico cercano al paulino, aunque en algunos aspectos original y autónomo. El texto de hoy está centrado en el tema de la fe, la cual es presentada en íntima relación con la esperanza, y definida como “fundamento de lo que se espera y prueba de lo que no se ve” (Heb 11,1). La fe nos hace tender hacia el porvenir prometido por Dios. Ella es “garantía” y “fundamento”, una especie de raíz que todavía no ha llegado a convertirse en árbol, y esto es precisamente lo que constituye el carácter paradójico de la fe, que posee sin tener y que conoce sin ver. El capítulo 11 de la carta a los Hebreos nos recuerda otro dato importante: nuestra fe no se fundamenta solamente en “objetos” de fe, es decir en realidades en las que hay que creer, sino también en “sujetos” de fe, en hombres y mujeres que han caminado con esperanza en la oscuridad de la fe día tras día. Entre todos ellos resalta la figura de Abraham, quien “salió sin saber a dónde iba” (v. 8), porque esperaba otra ciudad, “de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (v. 10), “una patria mejor, la del cielo” (v. 16), la Jerusalén de la fe. Con esta esperanza Abraham esperó un hijo que parecía imposible y, habiéndolo obtenido, estuvo dispuesto a perderlo ofreciéndolo en sacrificio, esperando y creyendo que “Dios es capaz de resucitar a los muertos” (v. 19a). Por eso Abraham es como “un símbolo” (v. 19b), una especie de modelo o paradigma para todos los creyentes que como él caminan movidos por la fe.

El evangelio (Lc 12,32-48) es una colección de dichos del Señor organizada en torno al tema de la vigilancia y de la espera delante de la venida inminente y sorpresiva del Hijo del hombre. Al igual que en la primera lectura volvemos a encontrar el símbolo de “la noche”. Toda la historia es una larga “noche” a la espera de un nuevo amanecer que coincide con la venida del Señor como juez y liberador. La alusión a la noche pascual es clara en el v. 35: “Estad preparados y con la cintura ceñida”, precisamente como estuvieron los hebreos en la noche pascual (Ex 12,11), la vigilia de su marcha hacia la libertad. El evangelio nos recuerda que está por iniciarse con Cristo el éxodo definitivo hacia la plena y perfecta libertad. Por eso no es posible vivir la cotidianidad de la propia existencia con una actitud de indiferencia, de distracción, o peor aún, en forma disipada o inmoral.

Lucas nos presenta a continuación tres parábolas para iluminar precisamente la actitud correcta con la que debemos vivir a la espera de la venida del Señor:
La primera parábola (Lc 12, 35-38) es la del patrón que regresa de la boda ya muy entrada la noche y, viendo a sus siervos atentos y vigilantes, se ofrece lleno de amor a preparar la mesa para ellos, “se pondrá el delantal, los hará sentarse a la mesa y se pondrá a servirlos” (v. 37). Sólo quien viva vigilante, despierto, es decir, quien viva en forma consciente y coherente con la palabra del evangelio, podrá entrar en comunión con el gozo y la gloria de Cristo.

La segunda parábola (Lc 12,39-40) es la del ladrón que sorpresivamente irrumpe en la casa, la asalta y se lleva consigo todos los bienes que encuentra. Aquí el acento está puesto en lo inesperado y sorpresivo que resulta cualquier tipo de robo o rapiña. Así irrumpe Dios en la historia de los hombres, así volverá un día el Señor. La consecuencia práctica es clara: “Por tanto, vosotros estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre” (v. 40).

La tercera parábola (Lc 12,42-48) es la del administrador fiel y sabio que cuando llega su patrón “lo encuentra haciendo lo que debe” (v. 43), es decir lo que le fue encomendado. La parábola concentra toda la misión recibida del administrador en el servicio que debe prestar a todos los otros siervos: “Su señor lo colocó al frente de su servidumbre para distribuir a su debido tiempo la ración de trigo” (v. 42). El error del administrador sería pensar: “Mi señor tarda en venir” (v. 45a) y descuidar la tarea que le fue asignada. Lucas está pensando probablemente en los dirigentes de la comunidad, los cuales pueden caer en la tentación del autoritarismo, la búsqueda de sus propios intereses y la inmoralidad (v. 45b). Detrás de la parábola también está el problema que tuvo que afrontar la comunidad de Lucas, que después de vivir por cierto tiempo en forma excesiva y deformada la espera inminente del Señor, estaba cayendo en una especie de frialdad y de indiferencia, pensando a un eventual “luego”, con el cual esquivaban el compromiso concreto del presente. Jesús hace notar la gravedad del caso, tratándose de dirigentes de la comunidad cristiana, es decir, de personas que han recibido una misión de responsabilidad pastoral frente a sus hermanos, “pues “a quien se le dio mucho, se le exigirá mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá más” (v. 48).

La prontitud y la vigilancia, subrayada varias veces en el evangelio de este domingo, es una actitud que supone fidelidad a la palabra del evangelio y radicalidad en la realización de la propia misión. Es una forma de vida que excluye la violencia, las pasiones, el egoísmo y la superficialidad de vida. Quien vive vigilante a la espera del Señor vive el presente de cada día en forma seria y radical, iluminado por el evento decisivo de la venida imprevista de Cristo y su Reino.

Mons. Silvio José Báez Ortega
Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Managua
Managua, República de Nicaragua

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