24 de julio de 2010

Homilia Padre Jesús H.


DOMINGO XVII DEL
Tiempo Ordinario Ciclo C

La vida santa y la intercesión de un puñado de justos pueden salvar el mundo

Por esos diez no destruiré la ciudad

Abrahán, al saber que Dios proyecta destruir las ciudades de Sodoma y Gomorra, inicia una especie de regateo con Él; poco a poco consigue que las ciudades puedan ser perdonadas si allí se encuentran diez justos. Desgraciadamente los justos de Sodoma y Gomorra no llegaban ni a diez… ¿Es que Abahán era más compasivo que Dios? No. La biblia tiene sus modos de expresarse y, en este caso, quiere mostrar la justicia de Dios al mismo tiempo que su disposición al perdón. También nos muestra el poder que Dios ha querido dar a la oración del justo y que, al igual que un poco de sal preserva un alimento de corromperse, la santidad de unos pocos está preservando el mundo de su total autodestrucción. Esto evidentemente no lo podemos comprobar científicamente, pero nos lo cerciora la fe.

Ahora incluso tenemos mucha más esperanza que Abrahán en el poder de nuestra intercesión y en la eficacia de la santidad de vida, porque Dios ya ha perdonado al mundo por Uno solo. La consagración o santificación de Jesús (Cf Jn 17, 19), realizada mediante su entrega en la cruz, ha bastado para que todos los seres humanos, desde Adán hasta el último que llegue a existir antes de su venida gloriosa, sean perdonados y santificados. El documento que nos condenaba fue eliminado en la cruz de Cristo. El pecado de Sodoma y Gomorra “era demasiado grave”; los pecados del mundo de hoy no se quedan atrás, son demasiados y demasiado graves, pero pueden encontrar perdón.

Pidan y recibirán, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá

La salvación de las sodomas y gomorras de hoy hay que pedírsela al Señor y buscarla llamando a la puerta de su corazón. Los santos de todos los tiempos la han pedido y buscado, primero gritando con su propia vida escandalosamente evangélica y después con oración y penitencia abundantes. Si clamáramos así a Dios veríamos milagros y, desde luego, no nos quedaríamos de brazos cruzados: llamaríamos también a muchas puertas para proponerles la Palabra, buscaríamos y ayudaríamos a muchos a salir del sinsentido y de la vida sin Dios que, más que vivir, les desvive. No hay que desanimarse, hay que tener paciencia; el protagonista de la parábola podía haberse retirado a la primera negativa, pero no lo hizo, aguantó y consiguió lo que quería; tal vez el vecino le dio los panes un poco malhumorado, pero se los dio. Dios no nos va a poner mala cara porque insistamos, más bien nos llenará más de Espíritu Santo. Quien pide a Dios siempre recibe, quien busca en El siempre encuentra, quien toca a la puerta de su corazón, cuando ésta se abre, recibe una ráfaga de amor.

Si insistimos a los demás, puede ser que nos respondan que no nos metamos en su vida, que les dejemos tranquilos… Tal vez sea prudente dejarles tranquilos, de momento, pero ¡no quedarnos tranquilos nosotros…! En cualquier lugar por donde vayamos o nos movamos, incluso en la propia casa a través del periódico o la tv, recibimos publicidad, se nos empuja a comprar, a tener, a ir aquí o allá… Incluso amigos, familiares, vecinos, nos invitan a ir a ver tal o cual espectáculo, a hacer una excursión, a pasar un rato tomando un refresco… ¿Y por qué no ser un poco más creativos y animosos a la hora de hablar de Jesucristo, de invitar a la Eucaristía, a un grupo de oración, a compartir la Palabra en la propia casa? Ya va siendo hora de quitarnos miedo o el complejo y sacudirnos la pereza espiritual.

Con todo, la conversión y todo crecimiento en la vida cristiana es gracia, don del cielo, y esa gracia hay que pedirla, desearla, para mí y para el otro. Es un misterio ciertamente, pero es así. Pedir con fe, con paciencia, con perseverancia; sobre todo con amor, porque la intercesión sólo es eficaz –y sólo será perseverante- si es expresión de amor y en la medida del amor que manifiesta. Y tantas veces no sabremos con exactitud qué hay que pedir en concreto, por eso siempre habremos de decir como los apóstoles: “Señor, enséñanos a orar”. Por otra parte, nuestra oración es verdadera oración solamente en cuanto es hecha en el nombre de Jesús, en cuanto es participación en la misma oración que El está haciendo constantemente ante el Padre.
Padre Jesús Hermosilla

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