30 de julio de 2010

Homilia Padre Jesús H.



DOMINGO XVIII DEL
Tiempo Ordinario
Ciclo C


Nuestra vida es breve como un sueño

Una primera constatación que nos aportan las lecturas de la Palabra de Dios de este domingo es la fugacidad de la vida. Dice el salmo que “aunque uno viva setenta años y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil porque pasan aprisa y vuelan”. Además, nadie tiene asegurado un día más, podemos soñar y hacer planes para el futuro, pero no sabemos qué será de nuestra vida mañana. La abundancia de bienes materiales puede dar cierta sensación de seguridad; hoy todo se asegura: hay seguros de enfermedad, de accidentes, de jubilación, de vida, seguros para la cosecha, para los coches… pero nadie tiene asegurado un día más de vida. Mientras se es niño y joven parece que la vida discurre lentamente y que se va llenando de contenido: nuevos conocimientos, estudios, amigos, experiencias…, pero después de los treinta se impone la sensación de que los años pasan rápido y que todos los trabajos, afanes y esfuerzos sirven para poco y lo que traen es dolores, fatigas y cansancio. Hay personas que, públicamente, parecían haber alcanzado y sido mucho, dados su fama y éxitos profesionales, pero, al final de su vida, confiesan sentirse fracasados como personas y tener la sensación de no haber hecho nada que mereciera la pena.

Al mismo tiempo, el ser humano siente un anhelo de plenitud y de inmortalidad que parece escapársele de las manos a medida que pasan los años. Esta conciencia de la fugacidad de la vida y la vanidad de tantas cosas, por un lado, y el deseo de plenitud, felicidad y perpetuidad, por otro, pueden llevar a dos posturas muy diferentes. Una es la avaricia, la ambición: hay que aprovechar la vida, “amontonar riquezas para sí mismo”, y llenarla con muchas experiencias nuevas que den poder, placer o sensación de amor, del tipo que sea (trabajos, viajes, adquisiciones, placeres, otro u otra compañera, fornicación…); para conseguir eso se necesita dinero y hay que buscarlo como sea; se hacen la ilusión de que acaparando y consumiendo se aprovecha bien la vida. Lo que se hace es reforzar el viejo yo del que habla Pablo. Es la mentalidad de millones de personas del mundo llamado desarrollado. En realidad, así la vida se consume y se autodestruye; lo que parecía llenar la vida se torna en una sucesión de destrucciones: hogares arruinados, niños huérfanos con padres, frustraciones, depresión, adicciones, vidas humanas rotas…

Buscar los bienes de arriba. Hacerse rico de lo que vale ante Dios

Otra actitud muy distinta es la que nos invitan a seguir hoy tanto Jesús en el evangelio como Pablo en la segunda lectura. Primero, hay que ver la vida en perspectiva de eternidad: el bautizado ya ha resucitado con Cristo. Puesto que la vida terrena es efímera, fugaz, hay que saber no simplemente vivirla sino vivirla bien. El creyente sabe que aprovechar bien la vida no consiste en almacenar bienes materiales ni experiencias efímeras ni placeres sensuales desordenados sino en edificar la propia personalidad, construirse como persona y, más concretamente, edificar su personalidad cristiana: el nuevo yo formado a imagen de Dios. Cristo es el único que sacia el anhelo de plenitud, felicidad y perpetuidad. El cristiano usa los bienes de esta vida, desarrolla una misión en esta vida, pero buscando siempre los bienes de arriba, que son lo que dan sentido al presente y al futuro. No desprecia los bienes de este mundo, pero tampoco los absolutiza; relativiza los bienes de la tierra y busca, aquí, los del cielo para hacerse rico de lo que vale ante Dios.

¿Y qué es lo que vale ante Dios? ¿Cuáles son esos bienes de arriba? Ni Pablo ni Jesús nos los especifican en los textos que escuchamos hoy. Sin embargo, ya lo sabemos. Los bienes de arriba dan sentido y plenitud a la vida de aquí abajo. Bienes, valores, sintetizados en el conocimiento y el amor de Dios. Son los bienes encarnados en la persona de Cristo sentado a la derecha del Padre: su amistad, su seguimiento, su verdad, su vida eterna, su entrega, su servicio. Los bienes del mundo se pierden al repartirlos o se dejan al morir, los bienes de arriba se multiplican cuando se reparten y son bienes eternos que nadie puede quitar ni destruir.
Padre Jesús Hermosilla

No hay comentarios:

Publicar un comentario